Bucle - Sofía Buitrago Aldrete




Roberta ya llevaba ocho meses dentro del mismo día. Una mañana despertó en el 15 de noviembre y jamás escapó de ahí. Cada noche se acostaba rezándole a todas las deidades que conocía que la dejaran pasar al día siguiente, pero siempre ocurría lo que había estado ocurriendo desde hace ya tiempo; abría los ojos al despertarse y se quedaba mirando al techo un rato, esperando por una cosa, pero sabiendo que era otra.  El 15 de noviembre era un día soleado de otoño, con un par de nubes jugando en el cielo y uno que otro vecino molesto aprovechando el buen clima para lavar su automóvil.
Roberta extrañaba el 14 de noviembre, cuando el cielo estaba nublado y no había nadie en la cuadra. Recordaba que en algún momento había hecho una cita en la estética para que le cortaran por fin el cabello, pero para su mala suerte y gracias a la situación en la que se encontraba, había arreglado la cita para el 16 de noviembre. Así que todos los días tenía que soportar el fleco crecido sobre sus ojos y los incómodos mechones que se levantaban a un lado de su cabeza, apuntando hacia todos lados. Claro que en más de una ocasión había tomado un par de tijeras y había arremetido contra semejante crimen de pelambre. Lo malo era que en la mañana volvía a estar siempre igual que antes. Lo mismo pasaba con cualquier cosa que intentaba arreglar: todo volvía a su estado original al próximo día o, mejor dicho, en el mismo día.
El único que la acompañaba en su ciclo eterno era Gastón, el cual había dejado de matar al mismo pájaro que se paraba en la fuente del patio todas las mañanas. Desde hace mucho que ya no le emocionaba, así que se limitaba a ver a Roberta con ojos entrecerrados mientras ella le hablaba y le hacía preguntas, como si esperara que un gato le contestara.
Con el paso del tiempo, por así decirlo, Roberta había aprendido a tomar provecho de la situación; si quería ir al mercado tenía que evitar la calle principal, ya que ese día un motociclista chocaría con un taxi, bloqueando dos carriles. Si quería salir por la puerta delantera, procuraba eludir a su vecina de al lado, ya que su schnauzer había fallecido la noche del 14, por lo que la anciana siempre estaba de luto. Roberta no quería escuchar ni una vez más la historia de cómo la vieja había rescatado a su perro y lo había criado por catorce años.  Con unas veinte veces de haberla escuchado le sobraba.
Al principio, y por unos cuantos meses, le había resultado insoportable el hecho de estar atascada. Pasado el octavo mes, la desesperación empezó a convertirse en resignación, pero cuando llegó al año, Roberta entró en un ciclo dentro de un ciclo, en donde todos los días planeaba alguna forma de salir de ese infierno temporal. Primero comenzó a alterar el flujo de las cosas y eventos del día. No tuvo ningún efecto, por lo que se puso cada vez más ansiosa. Comenzó a tomar cualquier cosa que encontrara y cualquier cosa que pudiera comprar en la bodega, al fin y al cabo que la resaca se borraría en la mañana como todo lo que había hecho. Cuando ya no pudo distinguir si el sabor que le llegaba a la boca era el de sus lágrimas o del tequila, Roberta tomó una botella de Xanax y, vaciando su contenido dentro de su garganta, cerró los ojos esperando que esa fuera la respuesta. Tirada en el suelo y cubierta en un ligero vómito blancuzco, Roberta sintió todos los efectos de la sobredosis excepto el más importante. La muerte nunca le llegó, aunque la mandara a llamar todos los días. Después de acabarse los métodos más comunes, Roberta empezó a ponerse creativa con sus suicidios; ahorcada en el aguacate del jardín, electrocutada en la regadera, arrollada por su propio carro en reversa. Una vez consiguió un arma y, entrando a la estación de policía, disparó al techo, en donde seis oficiales procedieron a atiborrarla de plomo al instante. Siempre volvía a amanecer, y cansada de esforzarse tanto en morir, Roberta decidió tomarse un día de descanso.
Esa mañana se levantó sin prisa, arrastrando los pies al cuarto de baño, en donde ella y Gastón se liberaron de sus necesidades matutinas, ella sentada viéndolo desde arriba, y él viéndola desde abajo en su caja de arena. Roberta se sirvió café y puso una vieja película en la televisión. Cuando iba por la mitad, el timbre sonó. Se quedó helada en el sillón, esperando a que volviera a sonar para asegurarse de que era real. El timbre volvió a sonar y Roberta se paró de un salto, corrió a la entrada y abrió la puerta de golpe. Un hombre con uniforme de repartidor la saludó y le preguntó si era la señorita Roberta Gaspán.
–Hoy no pasa esto – fue lo único que dijo Roberta. El hombre, cansado de hacer entregas toda la mañana, ignoró el comentario y le pidió que firmara la orden de entrega.
–¡Hoy no pasa esto! – Roberta gritó con una mezcla de emoción y preocupación. Se volvió rápido al hombre y le preguntó tomándolo de los hombros –¿Qué día es hoy?
–Este… ¿Domingo? – dijo el hombre. Roberta apretó sus hombros y lo sacudió.
     –¡Número! – dijo sobresaltada -–¡Qué número es hoy!
–¡16 de noviembre! – contestó el hombre espantado. – Sabe qué, olvídelo. – tomó la hoja de entrega y se subió a su camioneta.
     Roberta se quedó en la entrada, con la puerta abierta y en pijamas, sonriendo y volteando para todos lados. El día ya no estaba tan soleado y ya no había nadie afuera lavando carros. Corrió adentro para revisar su celular: en la pantalla se podía leer claramente que ya era 16 de noviembre. Gritó a todo pulmón y comenzó a llorar de repente. Tomó a Gastón en brazos y empezó a bailar por toda la habitación. El bucle temporal se había roto y la vida había retomado su curso. Se acordó de su cita en la estética, pero estaba tan emocionada que no le importó en lo más mínimo. Al caer la noche se acostó y agradeció a todas las deidades que conocía por el cambio de día, esperando que no estuviera ninguna molesta por todos los intentos suicidas.
     Por la mañana siguiente, Roberta se despertó por fin de buenas. Era lunes, así que tenía que ir al trabajo. Se duchó, se arregló y comenzó a preparar el desayuno. Cuando fue a buscar su bolso para salir, el timbre sonó. Se quedó quieta, sin mover un músculo, rezando para que no fuera real. Se escuchó de nuevo el sonido y Roberta se paralizó aún más. Volvieron a timbrar y saliendo de su transe con temor y a fuerzas, se encaminó a la puerta principal. Cuando abrió se encontró con el mismo hombre que había visto un día antes.
–Buenos días, ¿es usted la señorita Roberta Gaspán?
     Roberta no podía creer lo que estaba viendo. Sus ojos se llenaron de terror, sintió que la golpearon en el estómago y se tapó la boca con un mano.
–¿Está bien? – dijo el repartidor al verla.
–Que… ¿Qué número es hoy? – dijo Roberta como pudo.
–Domingo 16 – le contestó el hombre.
     Roberta se desplomó en el suelo. Gastón se le acercó con un leve maullido y le pidió que lo mimara.  

 

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