Bañera por Leonel Zapien López


 


— Gracias a Dios que han llegado, tienen que ver cómo lo encontramos — exclama Ana, el ama de llaves, una mujer ya entrada en sus setenta años —, pasen, pasen por favor.

— Yo soy el detective Carlos Hernández y mi compañero el detective Manuel Aguirre, somos del cuerpo de policía. Venimos a la brevedad posible. Dígame, ¿dónde está el cuerpo?

— Síganme — dice Ana haciendo una seña con la mano a los detectives.

Las tres figuras cruzan la entrada principal, de la cual cuelga un gran candelabro. Suben la escalera tomados del pasamano de caoba al lento paso del ama de llaves y llegan a la segunda planta, cruzan el pasillo que da a la recámara principal, donde están tres personas sentadas, dos hombres y una mujer, y se detienen a ser presentados.

 

— Los detectives Carlos Hernández y Manuel Aguirre — dice el ama de llaves.

  Buenos días —dice Carlos quitándose el sombrero, acto que repite Manuel.

— El cuerpo está ahí — dice la mujer que aún no se ha presentado, señalando el baño.        

— ¿Y usted es…? — dice Carlos estirando la mano para saludarla.

— Yo soy la señora Miriam de la Torre, la esposa.

— Perdone mi imprudencia, pero más bien querrá decir… la viuda — corrige Manuel.

— Sí, la viuda — repite ella cubriéndose el rostro con las manos mientras comienza a llorar. Carlos y Manuel se miran en silencio.

— Les presento al señor Luis Sánchez, primo del señor Ernesto, que en gloria esté.

— Y usted, ¿quién es?  — pregunta Carlos

— Yo soy el mayordomo, me llamo Alfredo.

Los hombres se estrechan manos entre sí.

— ¿Todos ustedes habitan en esta casa? — pregunta Carlos.

— Sí, así es — responde el mayordomo.

— Con su permiso, vamos a pasar a ver la escena del crimen — dice Carlos dirigiéndose hacia el cuarto de baño.

 

El cuerpo está en la tina de baño, con un puñal justo en el lugar donde el corazón debería de estar. El agua pintada de color escarlata, tranquila como un espejo. La expresión en su frío rostro es horror, congelada para toda la eternidad.

— Lleva ya varias horas muerto — señala Carlos tocando el brazo del cadáver —, el agua está completamente calmada, el cuerpo está ya totalmente frío y presenta casi por completo rigor mortis, esto último indica que debe de tener entre diez y doce horas — explica mientras Manuel toma nota en su pequeña libreta —, si son las nueve de la mañana, esto quiere decir que el asesinato debió de ocurrir entre las nueve y las once de la noche.

 

Carlos hecha una mirada alrededor, observando los detalles del cuarto de baño.

— Díganme — se dirige a todos los de habitación —, ¿hace falta algo?, ¿algo de valor que noten que no está?, ¿joyas quizá, o algo más?

— No, creo que no — responde Miriam, mientras todos se voltean a ver los unos a los otros.

— No vi la puerta de la entrada forzada, no veo en el cuarto de baño restos de forcejeo, ni siquiera el piso alrededor de la tina está mojado, por lo que no hubo pelea — dice Carlos —, entonces fue alguien que el señor Ernesto conocía, alguien de su plena confianza, puesto que no opuso resistencia al dejarlo entrar al cuarto de baño.

 

Todos los habitantes de la casa se voltean a ver los unos a los otros de nueva cuenta.

— Dígame señora Miriam, ¿qué hacía usted la noche de ayer?

— Pues, de hecho, Ernesto estaba prácticamente solo. Yo no estaba, fui a casa de mi madre desde temprano y me quedé allá toda la noche, volví hoy en la mañana cuando me telefoneó Alfredo.

— ¿Va seguido a pasar la noche con su madre? — continúa Carlos con su interrogatorio.

— La verdad no mucho.

— ¿Cuándo fue la última vez que durmió en casa de su madre?

Miriam lo piensa un poco antes de responder.

— La verdad desde que me había casado con Ernesto, nunca lo había hecho.

— ¿Y cuánto llevaban de casados?

— Cinco años — responde ella.

— Cinco años, y ¿deja usted a su marido solo justo el día que lo asesinan? — Carlos desvía la mirada hacia el mayordomo, y lo interroga ahora a él —. Y usted Alfredo, ¿qué hizo anoche entre nueve y once?

— Ayer fue mi noche libre, como cada lunes en los últimos dieciocho años que tenía trabajando para el señor — responde.

— Ya veo — dice Carlos —, e ¿hizo algo en particular anoche?

— Sí, salí a las seis y me dirigí al centro, a la calle Luis Moya, entré al cine Orfeón.

— ¿Y qué película vio?

— A toda máquina, con Pedro Infante. Salí del cine a las nueve, después fui a cenar ahí a unas cuadras del Bellas Artes, hay una cenaduría muy rica. Y después de que terminé, serían ya alrededor de las diez, me fui a la Alameda a sentar en una banca un rato antes de irme. Llegué a mi casa poco antes de las once.

— ¿Usted solo? ¿No iba con alguien más?

— No, señor Carlos, iba yo solo.

— Y, ¿qué me dice usted? — dice el detective dirigiéndose a Luis — ¿Qué hacía anoche?

— Yo salí a caminar un rato, de hecho, salí antes que Alfredo…

— Es correcto — interrumpe el mayordomo —, el señor salió a las cinco con cuarenta y cinco, yo mismo lo vi salir por la puerta principal.

— Muy bien, prosiga — indica el detective.

— Le decía que salí antes que Alfredo, a caminar, sin rumbo específico, como suelo hacer regularmente. Salgo y camino por las calles de la ciudad. Ayer fui para el centro, anduve por el zócalo. Ya como a las diez fui a cenar al restaurante La Ópera, y de ahí me regresé a casa.

— ¿Cenó solo?

— Sí, solo.

— Y cuando regresó a casa, ¿no vio nada raro?, ¿no subió a hablar con su primo?

— No, nada raro. La casa estaba en absoluto silencio, Ana estaba dormida ya a esa hora en la habitación de servicio, sabía que Alfredo estaba en su noche libre y que la señora Miriam estaría en casa de su madre, por lo que no me extrañó la quietud, supuse que Ernesto estaría encerrado en su despacho trabajando hasta tarde, como siempre, por lo que me fui directo a mi habitación.

— Y de las cinco con cuarenta y cinco que salió de aquí, hasta las diez que llegó a La Ópera, ¿estuvo caminando?

— Sí, caminando, yo solo. Es algo que hago un par de veces a la semana.

— Y finalmente usted, señora Ana, el señor Luis menciona que usted estaba ya dormida cuando él llegó, ¿usted fue la única que no salió de casa?

— Sí, señor Carlos, yo me quedé en casa

— Y, ¿qué hizo?, ¿no vio nada extraño o fuera de lo común?

— No señor Carlos, yo siempre me duermo a las ocho, me tomo mi esencia de Valeriana y caigo como muerta, nada me despierta en toda la noche, hasta las cinco que es la hora a la que me levanto.

— Y, ¿no escuchó nada?

— Nada señor Carlos, hasta la mañana siguiente que ya eran las ocho y el señor no bajaba, subí porque me pareció extraño. Alfredo ya había llegado a las siete, y ambos estábamos en la cocina. El señor Ernesto siempre baja a las seis con treinta por un café y se va a su despacho, pero como ya era tarde y no lo veíamos, pensamos que tal vez estaría enfermo y por eso subí a ver si estaba bien. Toqué a su puerta varias veces y, al no obtener respuesta, entré y vi la cama tendida. Como la puerta del baño estaba abierta, entré y fue cuando lo vi.

— Y, ¿usted llamó a Alfredo?

— No señor, yo subí cuando escuché gritar a Ana. Vimos al señor en la bañera, y fui yo quien llamó a la policía y a la señora Miriam.

— Y sus gritos fueron los que me despertaron a mí también — indica Luis —, me puse la bata encima del pijama y salí para ver qué era lo que estaba pasando.

 

El detective Carlos se quedó pensativo por unos minutos, comenzó a caminar después alrededor de la puerta del baño mientras Manuel continuaba tomando notas de todos los detalles que los habitantes de la casa fueron describiendo. Pasaron unos minutos cuando se detuvo de su andar y se dirigió a Luis:

— Disculpe, Luis, sé que le parecerá algo descabellado, pero, ¿puedo ver su habitación?

 

Luis titubeó por unos segundos, pero enseguida asintió.

— Claro, sígame por este lado, por favor — respondió mientras salía caminando hacia el pasillo, Carlos y Manuel atrás de él. El resto de los habitantes se miraban de nueva cuenta los unos a los otros.

Entraron a la habitación de Luis, un lugar amplio y en general ordenado. Carlos comenzó a dar pasos alrededor de la habitación incluyendo el cuarto de baño, observando minuciosamente cada detalle, abriendo cajones, revisando bajo la cama y mirando dentro del closet. Manuel solo estaba de pie junto al primo del difunto.

 

Pasó un minuto, cuando Carlos se dirigió de pronto hacia Luis.

— Dígame, señor Luis, ¿usted duerme solo aquí?

— Claro que sí, vivo yo solo y no tengo ningún tipo de relación con nadie.

— Interesante — dijo frotándose la barbilla con el dedo índice y pulgar —, tome nota, por favor, Manuel. El señor Luis comenta que no tiene ningún tipo de relación, sin embargo, me llama la atención que en el cuarto de baño tenga un lápiz labial junto a su rastrillo. Así mismo, en el primer cajón de la cómoda se puede ver un brasier perfectamente doblado. Si no tiene ningún tipo de relación, ¿de quiénes son esos objetos?

— Yo… no sé, no son míos.

— Imposible que no los haya visto si están en su dormitorio. El labial se ve desgastado, por lo que sí ha sido usado. El brasier estoy seguro que si se lo prueba la señora Miriam le quedará a la perfección porque debe de ser de su talla, y eso me confirma que usted es el culpable. Lo sé por tres razones: porque ella salió anoche a casa de su madre para tener una coartada, nunca se había quedado a dormir con ella desde que se casó con el señor Ernesto hace cinco años. Como segundo punto, vi que la señora Miriam lloraba con el rostro entre sus manos, pero cuando las quitó ni el rímel ni el maquillaje se habían corrido. Y tres, porque estoy seguro de que, si revisamos el testamento del señor Ernesto, todo está a nombre de su viuda… lo que le deja a usted en una muy cómoda posición de quedarse con todo lo de su primo, incluyendo a su mujer. Ayer usted salió a caminar, se aseguró de hacerlo antes de que saliera Alfredo para que atestiguara que la casa se quedaba sola, pero sabiendo que la señora Ana se duerme a las ocho con su esencia de valeriana, y nada la despierta por lo mismo, usted regresó, tomó el puñal y entró al cuarto de baño de su primo, él no opuso resistencia a su presencia, usted se acercó y lo apuñaló directo en el corazón. Después de matarlo, salió nuevamente de la casa y se dirigió al restaurante La Ópera, donde cenó para tener una coartada, y después regresar a dormir en este cuarto.

 

Luis se quedó en silencio por un par de segundos, y súbitamente intentó salir corriendo de la habitación, pero Manuel se interpuso en su camino hacia la puerta el tiempo suficiente para que Carlos se arrojara sobre él, y entre los dos lo sometieran.

— Manuel, póngale las esposas al señor Luis, y vayamos por la señora Miriam. Seguro que los dos tendrán mucho que confesar.

 

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