Su
cabello era una diadema de flores de cempasúchil. Iba ataviada de una falda
bordada y un rebozo negro que le daba dos vueltas al torso. Se tomó de un trago
el caballito de mezcal. Afuera, a los mariacheros les dio por cantar Paloma
Negra; el líquido le raspó tanto la garganta que se le olvidó por un
momento que su papá estaba bebiendo con ella. La gentuza se puso a echar gritos
entre cohetes, guitarrones y sus fanfarrias; la calle se transformó en un
panteón de huesos de colores. Tomarse más de dos tragos fue lo único que pudo
disipar el tremendo impulso de Clara de tenderse a llorar una amarga rabia en
medio de la algarabía de la noche.
La
mirada de su padre estaba ennegrecida por una sombría culpa; no bebía ni
respiraba, sólo la miraba hasta rogarle;
—Mijita, si nomás me dejaras
decirte…
—Yo no tengo nada que escuchar de
ti— contestó, escupiendo las palabras
con una mirada colérica y venenosa.
Los cohetes pintaron el cielo de
turquesas, y las calles de engalanaron de huapangos y danzones de la gran
fiesta de la amargura dulce, entre tumbas y comida, olor a carne muerta y
flores recién cortadas, de cantos desentonados y gritos de regodeo.
—Yo he venido a celebrar a mi
madrecita difunta y a nadie más, no me interesa hablar ningún asunto contigo,
mucho menos celebrarte.
—Mi niña, por favor dame solo la
tranquilidad de tener tu perdón.
—Ni perdón ni la chingada me vas a
sacar.
La noche se impregnaba del aroma de
las catrinas floreadas que danzaban bajo el cielo nocturno que se levantaba de
su sueño mortuorio. Quizá bajo los efectos del mezcal o por un pasajero sentido
de compasión, Clarita dulcificó su rostro, y le dijo a su padre;
—Ay, apá, no puedes
llegarme así nada más, hace tantos años que no pasas ni a saludar, ya fue hace
doce años que te enterramos.