Altares de cantina por Andrea Ledesma Álvarez






Su cabello era una diadema de flores de cempasúchil. Iba ataviada de una falda bordada y un rebozo negro que le daba dos vueltas al torso. Se tomó de un trago el caballito de mezcal. Afuera, a los mariacheros les dio por cantar Paloma Negra; el líquido le raspó tanto la garganta que se le olvidó por un momento que su papá estaba bebiendo con ella. La gentuza se puso a echar gritos entre cohetes, guitarrones y sus fanfarrias; la calle se transformó en un panteón de huesos de colores. Tomarse más de dos tragos fue lo único que pudo disipar el tremendo impulso de Clara de tenderse a llorar una amarga rabia en medio de la algarabía de la noche.

La mirada de su padre estaba ennegrecida por una sombría culpa; no bebía ni respiraba, sólo la miraba hasta rogarle;

            —Mijita, si nomás me dejaras decirte…
            —Yo no tengo nada que escuchar de ti—  contestó, escupiendo las palabras con una mirada colérica y venenosa.

            Los cohetes pintaron el cielo de turquesas, y las calles de engalanaron de huapangos y danzones de la gran fiesta de la amargura dulce, entre tumbas y comida, olor a carne muerta y flores recién cortadas, de cantos desentonados y gritos de regodeo.

            —Yo he venido a celebrar a mi madrecita difunta y a nadie más, no me interesa hablar ningún asunto contigo, mucho menos celebrarte.
            —Mi niña, por favor dame solo la tranquilidad de tener tu perdón.
            —Ni perdón ni la chingada me vas a sacar.

            La noche se impregnaba del aroma de las catrinas floreadas que danzaban bajo el cielo nocturno que se levantaba de su sueño mortuorio. Quizá bajo los efectos del mezcal o por un pasajero sentido de compasión, Clarita dulcificó su rostro, y le dijo a su padre;

            —Ay, apá, no puedes llegarme así nada más, hace tantos años que no pasas ni a saludar, ya fue hace doce años que te enterramos.

 

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